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Un Quijote sin Dulcinea

El frío calaba hasta los huesos y de alguna manera mi enorme chamarra no me proporcionaba calor. El transporte estaba tranquilo, y solo el vientecillo te sacaba de la suave duermevela que disfrutabas durante el viaje. Era de esos días cobardes en los que me reprochaba las cosas que nunca hice, las cosas que nunca dije a pesar de que sabía que no tenía sentido seguir torturando a mi cerebro de esa manera, como un ganadero que explota a su yunta. Un montón de gente atiborró de repente la tranquilidad de mis pensamientos y la escena me recordó a las migraciones de gaviotas. Total, nosotros éramos como gaviotas, que regresaban al nido después de un día duro. Nunca presto atención a los detalles ni a los rostros sombríos de esta ciudad, pues hacen que me sienta poco más que una perdedora pero en esta ocasión unos conocidos ojos marrones gritaban mi nombre. El tipo se limitó a mirarme con rencor y no me dirigió ni una palabra, pasó a mi lado y observo lo que hacía como quien observa un mueble. J.A tampoco había sido un gran conversador, ni mucho menos. Alto, moreno y con unos redondos ojos asustados, me dió más de lo que yo podía ofrecerle. Ahora ya no éramos más que conocidos, aunque después de esto no me quedaba la menos duda de que lo que quería era borrarme de la faz de la tierra por completo. Y es que siempre he tenido la facilidad de hacer que la gente me odie o me adore, de manera un poco extremista. J.A no era de esas personas rencorosas. Era mas bien simpático y comprensivo, al menos en sus buenos tiempos antes de que sus problemas lo convirtieran en un sujeto poco más que despreciable. Se hizo arrogante y perezoso, después cuando terminamos dejó de hablarme. Y empezó a prestarme la misma atención que se le da a las clases aburridas, lo cual no me molestaba, por que de vez en cuando aún sentía su mirada clavada en mi espalda. Me bajé del transporte a comprar un cigarrillo, y una mano me ofreció fuego. J.A me observaba, sosteniendo el pequeño encendedor azul como las lágrimas que le ví derramar alguna vez. Y en los audífonos sonaba: No eran las esquirlas del rencor/Eran telarañas en el corazón/Un adiós con pestañas/Un desamor sin amor.../Ni te declaro la guerra, ni tú me firmas la paz...

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Nunca he tomado mal el odio ajeno. En realidad hasta me hace sentir especial.  Me recuerda que el vacío es la distancia entre mi pellejo y los huesos. Cómo carajos no saltar al abismo cuando el vértigo te mueve el piso. Esta madrugada es una broma de mal gusto. Las cucarachas tienen fiesta en la cocina. Mis ojos se dilatan y mis miedos resguardan las salidas de emergencia. Soy una tonta a la deriva, una idiota sin remedio que de vez en cuando sonríe mientras se vuelve loca por completo. Como el Quijote que veía monstruos donde no los hay, comparándolos con los enormes molinos. Últimamente mis defectos se confabulan para recordarme que soy una estúpida, que todos mis proyectos están incompletos, que nunca he sabido amar la vida, que cada vez estoy más cerca del subsuelo, que la oscuridad es una metáfora de mis días, que beber no remedia nada, que hay un incendio en mi cabeza y que algún día tendré que gritar mientras me quemo. Mientras llega la fecha, tengo tiempo de tramitar mi pasaporte hacia el infierno. Será mejor salir de vez en cuando, a beber a sitios menos solitarios. Y de pronto cuando consigo conciliar el sueño, las cosas que no he sabido decir me atacan cual manada de lobos hambrientos.


                                               

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