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Fotografía

  Estás mirando fijamente a la cámara y seguro alguien pidió que “digan chis”, pero desde luego tú no pareces haber hecho caso
Te faltaban sonrisas y motivos para albergar destellos en tu mirada. A tus seis años algo anticipabas. Seguro estabas rodeada por miedos que no alcanzabas a comprender. No debieron tomar esa imagen, reflexionas ahora y motivada por la memoria que (a veces) no engaña. Tu peinado era espantoso, se nota que habías  estado jugando en los árboles por que tus bien hechas coletas eran ahora una maraña sin ton ni son de cabellos. Estás de pie, con los brazos cruzados, como si posaras junto a un extraño. Pero no, tu padre está a un lado, con el codo reposando sobre una especie de asta bandera. Él sí sonríe, con su peinado impecable y sus zapatos recién boleados. La particularidad de la imagen es que da la impresión de que son dos fotos distintas. Te separan unos 30 centímetros de aquel adulto, como si fuera una metáfora del futuro: tan cercanos y al mismo tiempo tan distantes. Quizá el fotógrafo debió decir “acérquense más, abrace a la chamaca”, pero seguramente le faltaba oficio o le sobraba desgano. El mismo desinterés que se asoma en tu mueca de yo-lo-que-quiero-es-irme-a-jugar. Se nota en tus pantalones rotos de las rodillas, en esa camisa a rayas heredada de tu hermano que creció demasiado rápido, a razón de lo grande que te queda. Pasarías por un niño si no fuera por las coletas malhechas. No es raro que tengas pocas fotografías con tu padre, si acaso tres o cuatro, porque él tampoco era muy cariñoso que digamos. Y si hacía frío o llovía o caía un sol inclemente, no lo recuerdas. Y no existe una foto familiar con los nueve, padre, madre y siete hijos. Y eso está mucho mejor, porque no hay falsas sonrisas, ni abrazos posados, como tampoco alguien que fechara la instantánea en el reverso. Qué bueno que nadie la haya tomado, porque sería otra de esas fotos que intentarías borrar de la memoria. Para qué una postal sin poesía, cuando la realidad es una bestia herida que te recuerda que será más profundo el dolor que esa cicatriz llamada recuerdo. 
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Tu cabello siempre iba suelto, como tus movimientos. ¡Ah, tu playera de Linkin Park! ¿Qué habrá sido de ella? Tus cuates de la prepa sonríen a todo lo que da, como si esa amistad estableciera códigos eternos. Éran tan hermanos, parecían haber hecho promesas dispuestas para cumplirse cabalmente. Intentaron seguirse viendo, retomar las tardes de chelas y rock, las bromas locales y los chistes tontos, pero las circunstancias, las nuevas amistades, se acabaron imponiendo. Y Los Killers te despiertan la añoranza: “Quemando el horizonte de esta autopista,/ tras la espalda de un huracán que ha empezado a dar la vuelta. / Cuando eras joven, cuando éramos jóvenes./ Y a veces, cierras tus ojos y ves el lugar donde solías vivir,/ cuando eras joven. / Dicen que el agua del diablo no es tan dulce./ No tienes que bebértela ahora,/ pero puedes mojar tus pies en ella/ cuando quieras”. ¿Dónde se extraviaron las intenciones de ser amigos toda la vida? Ya pronto una de ellas se casará ¿Morrisey seguirá poniendo apodos rockeros a sus mejores cuates? Aún recuerdas a la perfección el día que te habló al terminar la clase de Inglés: “Está chingona tu playera”, señaló la imagen de Nirvanna y luego encendió un cigarrillo. Miró a dos chicas que pasaban, con esa actitud de el-rock-es-mejor-que-las-mujeres, aunque te estaba poniendo demasiada atención y te endilgó el apodo que te perseguiría por dos años: “Eres como una muñequita. Una muñequita de porcelana. ¿Te gusta el rock?”. Respondiste afirmativamente, no porque te parecieras sino por lo segundo. Siempre fuiste la más lista del grupo, pero tratabas de minimizarlo. Nunca fuiste la más divertida, pero podías vivir con ello. Morrisey se bautizó a sí mismo, porque argumentaba que “le doy un ligero aire, sobre todo cuando hablo inglés” y reía escandalosamente. La neta no se parecía nada, me recordaba más a un primo que he dejado de ver hace mucho, pero este Morrisey era mucho más divertido y siempre traía la misma playera de Los Smiths. Bueno, casi siempre, porque según él era su favorita. Y en esa fotografía su camiseta había perdido brillo, igual que lo han perdido los propósitos de seguirse frecuentando. En la escuela, en el trabajo, conocieron nuevas amistades, se enamoraron de mujeres imposibles, renegaron de los maestros manchados, se ocuparon en pasar de panzazo las materias difíciles y encontraron algo de sabiduría en los libros. Parece que alguien está intentando reunirlos en febrero, pero no sabes si tenga algún sentido. Aún conservas aquella foto en la que su rebeldía era más una pose que una actitud ante la vida. Morrisey tiene el brazo sobre tu hombro, tú tienes la misma expresión de tus seis años, Abigail ríe por algo que acaba de comentarle Valencia, y Maxi tiene esa mueca tan de él que parecía indicar que sabía algo que los demás no apreciaban. Seguro que así fue, porque el buen Max era el mejor parecido y se casó con una vieja que tiene mucha lana y ahora viven en Bélgica trabajando en la embajada. Tú nunca aspiraste a ese tipo de cosas, hubieras preferido conservar un par de buenos amigos de aquella época, pero sólo queda la añoranza y una foto que no recuerdas quién habrá tomado justo desde la entrada de la cafetería. Habrá que borrarla de la memoria, en honor a los tiempos que nunca volverán, en tributo a las bromas que hoy te parecen algo infantiles. Y enciendes un cigarrillo y miras por la ventana mientras la lluvia empaña el cristal y distorsiona las luces lejanas, tan siempre lejanas

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