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Dios nos libre de nosotros mismos

“¿Ya vieron la última película de Derbez? Está de pelos, deberían darle un Oscar al weeey, mínimo”, dice un imbécil que está sentado junto a mi mesa y es inevitable voltear a verlo con inmediatas ganas de ahorcarlo con su propia corbata.


Sus cuates, igualmente trajeados y con zapatos cuyo precio equivale al sueldo mensual de una afanadora, parecen estar de acuerdo. En ese instante me dan ganas de decirle que el día que Derbez gane un Oscar será una señal inequívoca del Apocalipsis, pero estoy segura que tardaría media hora en reflexionar y captar el sarcasmo.

Estoy rodeada de estúpidos que hablan de coches, dinero y viejas, pendejos infieles, sexo y viejas, pendejos infieles. fútbol y viejas, drogas y viejas... así que soy presa de un ataque de ansiedad, como si en cualquier momento me fuera a parar y mentarle la madre a todo mundo, pero hago un esfuerzo y afortunadamente en ese momento entra Adrián y gira la cabeza buscándome hasta que me mira, sonríe y saluda con la mano de manera tímida a media altura, como lo hace Anne Hattaway en sus películas cursis.

Sonrío como la tonta que soy en situaciones sociales, mientras acepto sus disculpas por llegar tarde. Este bar es caro y es terrible. Sólo acepté porque yo no tendría que pagar nada.

“Nooooo weeeey —otra vez la voz tipluda de mi vecino— es que Cameron Diaz está anoréxica, yo prefiero a Beyonce o a J-Lo; esas viejas sí están bien cachondas”. Uno de sus amigos protesta: “¡Estás loco pinche Alexis! La que sí está muy cachonda es Salma” y suelta el nombre como si conociera a la actriz. Me cai que la estupidez está a la alza. Bien decía un escritor: “Frente a las mujeres tontas nos queda el recurso de la galantería; frente a los hombres tontos uno se encuentra desconcertado”.

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Adrián me mira extrañado. “Y esa carita?”, cuestiona. Suelto una mueca mal trazada que intenta ser sonrisa. “Ay, pero relájate, pareces tensa”, asegura con su peculiar tono de chavito mimado. “No es mi ambiente ideal”, le explico. No soy partidaria de salir con tipos así, ni siquiera soy partidaria de salir con miembros del sexo opuesto. Ni de salir siquiera, pero Adrián me atrae mucho porque su banalidad es entretenida, además de que siempre huele delicioso y tiene unos ojos almendrados que destellan promesas. Pese a su compañía y aunque se empeña en armar una frase coherente sobre lo “complicada que está la situación en este país”, este sitio me enferma.

Además, las canciones del local no ayudan mucho: Paulina Rubio, Reik y hasta Arjona. “Bienvenidos a la pinche hora de los fresas”, dicto mentalmente. Luego me disculpo y huyo hacia el baño. Me encierro en un cubículo. Me siento sobre la tapa del retrete, un poco para relajarme, otro tanto para pensar en lo que debo hacer, como largarme a otro bar menos ojete. O irme a mi casa. En la madera de la puerta alguien ha tallado un mensaje: “los hoteles de paso debería cotizar en la bolsa de valores”. Malditos gerentes, sólo piensan en ganancias, en todo lo que signifique dinero. Saco una pluma y dejo una frase, “La vida es un videoclip ochentero de Madonna”, consciente de que ninguna de estas idiotas lo entenderá, no al menos en el sentido de decadencia que a mí me indica. Abro la puerta y claramente veo como una tipa se limpia la nariz frente al espejo, para quitarse los residuos de cocaína.

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Salgo del baño, regreso a donde Adrián bebe quién sabe qué cosa y yo hago como que no veo al wey que me guiña el ojo desde la otra mesa. Lo miro como lo haría Tarantino frente a un policía en “Perros de reserva”. Por supuesto, aparta la vista...

La cantina ya está casi llena y yo apenas he tomado un par de tragos. Hay un chingo de gente que cuando habla parece que emite sonidos intermitentes, como los que harían cientos de bipers activados al mismo tiempo. Para colmo de males, empieza la hora del karaoke, así que una chava bastante ebria se sube a cantar de manera horrible algo que dicta: “Si tú no estás, dame una razón, para no morir lentooooo, lentooo”. Ya no soporto más, así que le propongo a Adrián que nos larguemos a otro lado. Él opina que se va a poner bueno el ambiente, pero termino por convencerlo antes de que alguien se atreva a entonar “Ya lo pasado, pasado”, así que pide la cuenta. En ese momento suena un teléfono y todos los de la mesa contigua toman sus respectivos celulares. Un reflejo condicionado, cada vez más ordinario. Paga la cuenta y no deja propina. En el suelo hay una American Express Platino que alguien ha extraviado, la recojo y la guardo en el bolsillo. Afuera del antro se me acerca un chaval que aprieta la “mona” entre sus dedos y jala una bocanada de activo. Me pide para un taco. No lo pienso dos veces y le doy la tarjeta de crédito que se le cayó a los idiotas de un lado. “Toma, para que te compres un tambo de activo”. De antemano sé que para él no vale nada, no tiene ningún significado. Nadie tiene lo correcto.... ni lo que necesita. Todo es una locura, como una película surrealista. Dios es esquizofrénico o hay días en que amanece con jaqueca y se le olvida que este mundo se le está escapando de las manos. Por eso Nicanor Parra era un visionario cuando escribió: 

“Que Dios nos libre de los comerciantes.
Sólo buscan el lucro personal.
Que nos libre de Romeo y Julieta,
sólo buscan la dicha personal.
Si todavía tiene poder el Señor,
que nos libre de todos esos demonios
y que también nos libre de nosotros mismos.
En cada uno de nosotros hay
una alimaña que nos chupa la médula,
un comerciante ávido de lucro,
un Romeo demente que sólo sueña
con poseer a Julieta, un héroe teatral,
en convivencia con su propia estatua.
Dios nos libre de todos estos demonios,
si todavía sigue siendo Dios”.


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