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#MUDANZA


La historia comienza con tres @ y termina con dos.
Con un solo hashtag, como mantra que se repite insistentemente: #mudanzas
Un computador encendido en la penumbra. Y una canción.

Ana escribe por las mañanas. A veces también por las tardes. Es una costumbre ya, un hábito, como lavarse los dientes o tomar las tres tazas de café de su desayuno. Le gusta comentar artículos de periódico (generalmente de cultura y espectáculos), citar algún verso de sus poemas favoritos, regalar el link a una buena canción.
Va a cambiarse de casa luego de tres años compartiendo espacio con una amiga de infancia. Quiere vivir sola, ver qué se siente. Lentamente va guardando los libros en cajas, no sin antes marcar en su exterior (con un lápiz morado para la ficción, verde para la no ficción) los detalles de su contenido.

Rodrigo deja las llaves sobre el mesón de la cocina. Fueron las instrucciones de Ale y él va a respetarlas. Da un último vistazo al apartamento, pequeño, mínimo y tan limpio luego de horas de afanarse en ello y escucha el tintinear de las llaves, saliendo por fin de su llavero, como gesto de despedida.
Sonríe.
Mientras espera el ascensor, del cual no extrañará (nunca más) su ruido de caldera de barco, saca su celular del bolsillo.
Rápidamente, antes de que se abran las puertas, escribe: (Por) Fin #mudanzas.

Julia ve el piso llenarse de pelos. Mechones desordenados quedan pegados a la bata de plástico que le pusieron y ella intenta no levantar la vista. No quiere verse. No todavía. No quiere tener ni la más mínima oportunidad de arrepentirse.
Le pidió al peluquero que se lo cortara hasta un poco más abajo de las orejas. Ella, que toda la vida llevó el pelo hasta la cintura. Que se lo tiñera castaño –y él no pudo disimular la cara de espanto/sorpresa, acariciando como con pena esos mechones ondulados, de un color rubio radiante-, que se diera prisa.
(“espejito, espejito” #mudanzas)

Ana se prueba la ropa antes de introducirla en la maleta. No quiere llevar nada de más, nada que no vaya a usar. Le parece casi un mal presagio: llegar cargada de blusas que no cierran, de pantalones que quedan apretados, de zapatos que la hacen sufrir. Una maleta cargada de incomodidad.
Si su madre estuviera allí, ya la estaría aleccionando. Que debería hacer más ejercicio, comer más ensaladas y menos pan, que los peligros de la vida sedentaria…como un rosario de cuentas verdes, como arvejas. Ya se lo sabía de memoria.
Y, para finalizar, el broche de oro: que el cuerpo no sobre. Que el cuerpo no te sobre.
Era el slogan de su centro de belleza, al que llegaban modelos y presentadoras de televisión desesperadas después de algún embarazo o unas vacaciones demasiado licenciosas. Su madre no podía estar más orgullosa de su éxito. Ni más avergonzada de su hija, la excepción a la regla, el cuchillo de palo en casa del herrero.
Lo había intentado por años, regalándole masajes reductores, batidos de colores fosforescentes, pastillas para perder el apetito (de esas que se vendían sólo con receta y cuyas cajas tenían impreso un logo con una calavera y la nada esperanzadora palabra: veneno).
La verdad es que a su madre todavía le quedaba bien su vestido de novia (y podría apostar que también su uniforme de colegio), mientras que Ana había cambiado de talla de pantalones de manera creciente en los últimos años. De 38 a 46, casi sin escalas
Cuando era niña, su madre se negaba a comprarle ropa una talla más grande de lo que correspondía (de lo que era “normal para una chica de su edad”). No importaba lo mucho que le apretaran los jeans (y las marcas del botón le quedaban tatuadas en un rojo doloroso justo en el ombligo) o lo ceñidas que le quedaran las poleras, su madre jamás daba pie atrás. Tampoco aceptaba los shorts con elástico ni los polerones demasiado grandes.
Así te vas a dar cuenta, decía. Así vas a querer cambiar.
Ana hunde el estómago hasta casi perder la respiración, intentando subir el cierre de su falda favorita. No hay caso.
Se sienta frente al computador, en calzones, y tipea: Operación Extra Large. #mudanzas.

Rodrigo hace clases de español a extranjeros. Generalmente norteamericanos en breves estadías de negocio, o jóvenes mochileros enamorados (vaya a saber uno por qué) de Santiago.
Llegan con cara de sueño en las mañanas, con un cuaderno feo, medio arrugado, (de esos gringos que dicen Composition) y un lápiz que se robaron de algún hotel u hostal. Rodrigo intenta hablar de la forma más clara posible, lo más lentamente que puede, para que ellos lo entiendan. Para que puedan tomar apuntes.
Sus acentos son siempre aterradores. Como una cicatriz cosida con hilo negro, en la superficie de cada oración. Eso, o su obsesión por reducir todo, pero todo-todo, a una sola palabra: “divertido”. Un libro es “divertido”, una chica es “divertido” los fines de semana son “divertido”, las palomas son “divertido”. Femenino, masculino, singular o plural, da un poco lo mismo.
Son detalles.
(Detalles divertidos).


A Julia le rompieron el corazón. “Rompieron” es un eufemismo. A Julia le destrozaron el corazón en medio millón de pedazos, le detonaron una bomba atómica en el pecho que aún no termina de explotar del todo.
Sobre el suelo blanco de baldosas caen uno, dos, tres mechones.
Julia se mira los zapatos.
El terrorista (sus palabras) que le había hecho esto, el criminal (nuevamente, sus palabras) ya estaba casado y pronto a tener su primer hijo. Al principio sus amigos habían estado a su lado, siempre listos a consolarla, a sacarla de la casa, a invitarla al cine, a darle consejos. Pero luego el tiempo fue pasando, un mes, después dos.
Un año.
Y ya todos habían terminado por hartarse.
Julia levanta la vista y le cuesta reconocerse. Aún tiene los ojos como pesados, como hundidos de tanto llorar, y los labios impasibles. Su pelo largo de Rapunzel se ha convertido en una melena corta, algo desafiante, como recortándole los bordes del rostro.
Le gusta.
Julia le saca una foto a su nueva imagen en el espejo. La sube a Twitter bajo el hashtag de siempre.
Le paga al peluquero. Deja una propina generosa.
(No sonríe. Ya no sabe cómo hacerlo).

Ana hace un alto en sus tareas de empaque. Riega las plantas que tiene en una jardinera en el balcón. Va a dejárselas a su compañera. No tiene sentido llevárselas. Aunque tampoco cree que duren mucho. Raquel siempre está de viaje y, aún cuando está, no es del tipo de personas que vaya a recordar echarle agua a las plantas.
Pero nada qué hacer.

Lee las noticias en tres periódicos distintos, le pone “Me Gusta” a un par de fotos: dos de recién nacidos (hijos de compañeras de colegio), una de la luna de miel de su mejor amigo. Deja un link a un cortometraje de animación.
Echa un vistazo a las cajas con libros que se acumulan junto a su cama. Quiere escribir:Toda mi cultura cabe en diez cajas. Comienza a poner el signo #, luego la eme, y allí aparece, sin mayor esfuerzo: #mudanzas.
Hace click, de pura curiosidad, y ve otros mensajes bajo el mismo encabezado.
Una chica que mira seria a su reflejo.
Sin saber muy bien por qué, marca la estrellita de favoritos.
Luego echa un vistazo a la cuenta de la autora: citas a canciones tristes, muchas, por semanas y semanas.
Frases como: somos tantos los que caminamos con el corazón roto.
O también:
Hoy lo vi. Estaba con ella. Habrá que ir al cine otro día.
Ana no sabía nada de la dueña de esas palabras. Pero seguía leyendo como hipnotizada.
Al ir atrás unos cuantos meses en su Timeline, se encontró con un par de mensajes a una tal @perséfone. La verdad, era uno solo, repetido muchas veces; una sola pregunta: ¿por qué?
(@perséfone nunca contestaba.)

Rodrigo lleva la caja con las pocas pertenencias de Ale a su edificio. Su nuevo edificio. El conserje lo mira con cara de pocos amigos. De parte de quién (dice). Ella sabe (contesta Rodrigo).
Se aleja caminando lentamente. Es como si le sobrara el aire. Acaba de desprenderse de una parte importante de su pasado, acaba también de renunciar a su trabajo. Mañana parte de viaje, ese mochileo por el país que tiene pendiente desde los diecisiete años pero que ha ido aplazando y aplazando.
Su jefa no pareció sorprenderse de su decisión.
Sí le preguntó si estaba bien. Si estaba “todo en orden”; fueron sus palabras exactas.
La verdad, Rodrigo no lo sabía. Nada se sentíaen orden. Más bien todo estaba en el desorden que él necesitaba, un desorden que lo hacía sentir cómodo. Tranquilo.
Hace un rato que no logra sacarse una canción de la cabeza: “You are a Tourist” de Death Cab for Cutie. Si alguien estuviera filmando este pedazo de su vida, ésa sería la canción escogida como banda sonora.
Una canción extrañamente alentadora.
And if you feel just like a tourist in the city you were born
Then it’s time to go
And define your destination
There’s so many different places to call home
(Rodrigo busca el video en Youtube. Lo cuelga en Twitter).
Because when you find yourself a villain in the story you have written
It’s plain to see
That sometimes the best intentions are in need of redemptions
Would you agree?
If so please show me
Rodrigo va caminando lento, con los audífonos en los oídos. Parece que todo va a estar bien.

Julia busca unos zapatos rojos. El detalle final para su transformación. Es invierno y en Santiago las vidrieras de las zapaterías están llenas de botas y zapatos de abrigo. Nada como lo que ella está buscando.
Sigue caminando.
Si pudiera elegir, Julia se quedaría a vivir en un solo recuerdo. El primer cumpleaños que celebró junto a Andrés. El apartamento estaba lleno de gente y Andrés la había buscado con la mirada, entre todos, para hacer el gesto. La clave cómplice.
Cerrar los ojos. Una, dos, tres veces.
(Y el mundo estaba bien, estaba completo. No había nada que temer).
Es cierto que luego vinieron otros cumpleaños, con y sin miradas, más o menos felices. Francamente miserables también. Pero Julia parecía haber dejado una pequeña ancla en ese día, esa noche. Y no quería moverse de ahí.
Era el recuerdo que se proyectaba nonstop en su cabeza por las mañanas, bajo la ducha; el sueño que la perseguía por las noches, la idea que se enroscaba entre sus pensamientos al menor signo de descuido.
Julia se prueba unos zapatos. El color no es el que ella busca, el tacón es demasiado alto. Incómodo.
En su cabeza, en una penumbra tibia, Andrés vuelve a cerrar los ojos, sólo para ella.
Tres veces.

Ana va llevando, una a una, las cosas a su auto. No hay nadie que la ayude. A Raquel le tocó volar a Sao Paulo por el fin de semana, su madre trabaja hasta las siete (y, la verdad, no tiene ninguna intención de llamarla).
No tiene muchos amigos a los que pedir ayuda.
Antes de cerrar la puerta del apartamento por última vez, y guardar su computadora, echa un último vistazo a las redes sociales. En un par de apurados mensajes de chat, le cuenta a su hermana, que vive en Estados Unidos, acerca del cambio de casa; le envía un documento pendiente a su jefe (ha pedido el día libre, pero para qué ponerse difícil) y lee un par de tweets: una noticia sobre la próxima película de Tim Burton, un artículo sobre una nueva tienda de zapatos en un blog para mujeres y un link a una canción bajo el encabezado de #mudanzas. De un chico esta vez.
La escucha. Le gusta. RT.
Cierra su laptop. Cierra la puerta y camina rumbo al auto.


Rodrigo baja lentamente las escaleras del metro. Lleva una mochila grande, con ropa y un par de libros. Los audífonos aún están en sus oídos.
Hay mucha gente en la estación a esa hora. Oficinistas con cara de cansados, muertos vivientes viviendo a penas, estudiantes cargados de libros y carpetas.
Una vez en el vagón, le cuesta encontrar un asiento vacío.  Un niño se lo entrega como a regañadientes ante el comentario de su madre: ¿por qué no deja que se siente el señor?
(El señor. Palabras que lo habrían desmoralizado por completo un par de días antes pero que hoy están bien, perfectamente bien).
El metro avanza.

Julia le paga al vendedor en efectivo. Sus billetes se ven arrugados y sucios y a ella le dan ganas de pedirle disculpas. Se ha dejado los zapatos nuevos y guarda sus botines viejos en la bolsa.
Ya en la calle, choca uno contra otro.
Con Andrés veían El Mago de Oz todos los domingos, religiosamente. Era la película de los despertares, de las mañanas en cama, cuando el tiempo parecía estirarse, y el desayuno podía confundirse con el almuerzo e incluso la cena si no se tomaban precauciones.
Julia se siente preparada. Lista.
Mira su teléfono: no hay nuevos mensajes. Ni llamadas perdidas. Revisa Twitter. Alguien ha puesto una estrellita a su foto de peluquería. Revisa su perfil: diseñadora (sus ilustraciones son lindas), no hay ninguna foto de ella. Lo último que ha publicado es una canción, que antes ha publicado otro chico.
Hace click.
Comienza a escucharla.
Respira profundo y camina rumbo a la estación.

Ana termina de guardar sus libros en los estantes. Ya hizo la cama. Ya limpió la cocina y pasó la aspiradora en la sala.
Se sienta frente a su computador mientras mordisquea una galleta.

Rodrigo hojea una guía turística dedicada al sur de Chile.

Julia se detiene junto al andén.
Entrechoca, una vez más, sus zapatos. Repite, medio en murmullos: No hay lugar como el hogar, pero nadie la ve, nadie la escucha.

El vagón  se detiene bruscamente. El libro de Rodrigo cae entre las piernas de otro pasajero.

Ha sido un día largo. Ana se recuesta en el sofá.
(Cierra los ojos).
Sobre el escritorio, y desde la página de Twitter, distintas voces anuncian retrasos en la línea uno del Metro de Santiago.

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