Las noches de febrero se caracterizan por ser frías, algunas lluviosas, pero aquella era especialmente gris y penosa. La gente bajo las sombrillas se ocultaba de la fina llovizna que apenas acariciaba el rostro, fría, certera. Y también llovía en mi interior, exteriorizándose como lluvia en mis ojos, Las lágrimas caían sin que nadie se diera cuenta y yo no sabía por qué. Encendí un cigarrillo mientras esperaba el transporte, tan sólo quería olvidar la escena de la mañana de aquel lunes de febrero, que me lastimaba por alguna razón, a pesar de que, una noche anterior, me juraba que era lo correcto.
El muchacho era alegre, vivaz, me protegía como si fuese su mayor tesoro y durante nueve meses parecía ser el centro de su mundo. Su vasta adoración me hacía sentir importante, no al grado de enriquecer mi ego, sino al grado de enriquecerlo a él. Por ello, cuando decidía poner fin a la relación, siendo que quería dedicarme de lleno a mi pianista, sus ojos se nublaron y la más profunda tristeza asomó por su mirada tierna. Las notas sonaron entonces en mi cabeza: "Se ha llegado el final/ nunca vayas a olvidar/ que al menos por un momento te hice dudar/....si es que era lo correcto/ o sólo una decepción más..." Sin embargo, su tristeza me alcanzó instantes después, y en ese momento estaba segura de que languidecerían mis ánimos, y le diría que olvidara lo que dije, lo besaría, y le diría que huyéramos juntos. Pero las notas de la canción de mi pianista me hicieron volver al presente, mientras los brazos del joven se envolvían tiernamente a mi alrededor y suspiraba, como un lobo herido que ha perdido a su manada, tocando mi rostro, mis manos, mis hombros, como si me viera por primera vez. Aunque sabíamos que iba a ser la última.
Yo, por mi parte, estaba en silencio. La despedida prediseñada para mi lobo estepario perdido no había salido según lo previsto, ni menos. En un instante que pudo ser una eternidad, en un arranque de melancolía, desabroché el collar alrededor de mi cuello y lo deposité en sus manos. "Es mi corazón. Cuídalo, por favor". Me miró mientras acariciaba el dije del color del cielo. Sabía desde alguna parte de mi ser, que a él también lo amaba, pero no de la manera a la que amo a mi pianista. No supe descifrar de cuál, pero tenía bien en claro que él sería para mí, mi mentor, mi guía, mi artesano que toma en las manos la arcilla y la vuelve una obra de arte. Y entonces, el momento más dificil, llegó, inesperadamente. Después de caminar el trecho de camino juntos, tomados de las manos, él susurrando algo entre dientes, y yo con la vista en un futuro incierto para todos, en la estación, como era costumbre, me tomó del rostro, me besó por última vez y yo sentí que iba a explotar de una manera ruidosa, llevándome todo a mi paso. El ardor en los ojos volvió. Él, dulcemente, me levantó el rostro, puso alrededor de mi cuello algo y me dijo. "No te permito llorar. Sólo habrán dos veces en las cuales deje que llores: cuando te proponga matrimonio y cuando nazcan nuestros hijos. Mientras tanto, mi amor, no llores". Sus ojos marrones juguetearon en el contorno de mis labios, levantó la vista y con el paso austero que lo caracteriza, caminó lentamente a la estación. Alcancé a ver algo que brillaba en su barbilla, pero no estuve segura, sin embargo, su collar favorito estaba ahora enmedio de mi pecho, a la altura del corazón, donde siempre lo llevaría. Y diciéndole adiós con la mirada, susurré sus ultimas palabras: no te permito llorar.
...aún con todo, cuando te das cuenta del poder de las decisiones, pides, por un instante, haber decidido algo diferente, añorando que lo que ahora ocurre sea lo correcto.
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